PERFIL
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Pienso en cuando fue la primera vez que tuve contacto con “la plástica”. Fue en la escuela. Yo tendría unos siete años y en la clase tuve que dibujar y pintar unas flores. Recuerdo haber pintado unas pequeñas margaritas con acuarela y recuerdo que le había dado un tinte rosado a la punta de los pétalos. A la maestra le gustó tanto mi trabajo que me pidió ir a la dirección para mostrárselo a la directora. Gran orgullo.
Mi padre era un artista; pintaba y dibujaba muy, muy bien y de alguna manera me mantuvo siempre en contacto con la belleza. Los domingos de mañana, cuando él me llevaba de paseo, en nuestra famosa Gallería me enseño a admirar, en el piso, que esta’ hecho con piezas de mármol, los fósiles. Los estudiábamos sea por su forma que por su esencia. Los paseos en general eran visitas a algún museo. Le encantaban, en la pinacoteca de Brera, las obras del siglo XIX y juntos admirábamos especialmente las de los hermanos Induno o de Giacomo Favretto.
No recuerdo exactamente cuando pero tengo muy presente unas clases de dibujo a que concurrí cuando tendría unos diez o doce años; recuerdo que tenía que copiar calcos en yeso de obras griegas y romanas. Otro recuerdo de dibujo pienso que fue en el 1938 que se estrenó en Milán la película Blanca Nieves de Walt Disney. Hice varias copias de escenas del film, dibujadas a tinta china y pintadas a la acuarela; todavía guardo una.
Cuando tuvimos que emigrar y, por varios motivos, no pude seguir estudiando para una carrera, me dediqué de lleno al dibujo y a la pintura.
Empecé yendo al taller de Pierre Fossey, de quien guardo muy lindos recuerdos. El taller estaba en la Plaza Independencia. Ese taller fue de mucho interés sea por la enseñanza sea por los compañeros que lo frecuentaban. Allí dibujé mucho con carbonilla paisajes “dal vero”, por ejemplo la plaza, el Teatro Solís, alguna vieja casa, o sea lo que se veía desde la ventana del taller, y también retratos de mis compañeros. Eran dibujos y pinturas al óleo.
En esa época, 1942, participé en una muestra colectiva de mujeres en la galería Moretti cuando estaba en la calle Ciudadela. Salió una crítica de esa muestra en el diario El Día firmada por Eduardo Vernazza. Me gustó esa nota, busqué a Vernazza y le pedí que me diera clases. Le interesó. Venía él a casa, me daba clases, al mismo tiempo posaba para mí y me enseñaba. Me enseñó nuevas técnicas y otra manera de mirar. Fue un período muy productivo. De esa época conservo muchos retratos. Muchos son retratos de Vernazza. Lo dibujaba, a veces lo pintaba de cuerpo entero o, a veces, dibujaba parte de su cuerpo: manos, orejas… con gran prolijidad y detención.
Eso fue desde el año 44 al 46, año en que me casé y fui a vivir con mi esposo a Buenos Aires, donde seguí trabajando. En mi viaje de bodas llevé conmigo el equipo de pintura. Me recuerdo en el medio del parque del hotel, en Villavicencio, Mendoza con mi caballete portátil feliz pintando.
Cuando nos instalamos en Buenos Aires, donde vivía mi querida amiga Chola, también pintora, seguí trabajando, y también estando ya embarazada de mi hija Martha. Iba a sesiones de dibujo con modelo vivo (desnudo) en una bella vieja casona en la calle Florida. Era el Círculo de Bellas Artes. Era el final del año 1946. Al mismo tiempo mi marido me había conseguido contacto con un maestro de la pintura argentina, Horacio Butler. Empecé a ir a sus clases en su taller en la calle Arenales frente a la plaza. Fue un período muy feliz. Seguí las clases hasta fines de junio de 1947 cuando vine a Montevideo para esperar a mi bebe. En esa época no se sabía el sexo hasta el nacimiento; fue mi preciosa Martha.
La enseñanza de Butler fue excelente: fue pintura, ejercicios de armonía, de proporciones, de división del espacio, estudio de gamas de colores, de valores.
Y pinté bajo la dirección de Butler hasta el año cuarenta y ocho cuando decidimos volver a vivir en Uruguay. Los cuadros que conservo de esa época son: muchos estudios de desnudo, algunos paisajes, algunos retratos y estudios de objetos. Con diferentes paletas.
Al volver a Montevideo en el año 1949 decidí acercarme al Taller Torres García. Fue una gran decisión. El haber estado en el Taller me ha enriquecido. El Taller ha sido uno de los grandes movimientos dentro de la plástica y no solo en el Uruguay. La atmósfera dentro del Taller era prácticamente religiosa. Había un enorme respeto y admiración por el maestro y una actitud de disciplina, seriedad y trabajo, mucho trabajo.
Quien estaba a cargo del Taller en este momento era Julio Uruguay Alpuy, un gran artista, un gran hombre, un gran amigo. Sus clases en el gran espacio del Ateneo fueron muy importantes, si bien duras, de tremenda exigencia. Por un año Alpuy no me dejó tocar un pincel. Era ¡dibujo, dibujo, dibujo! Éramos un grupo que trabajaba mucho y humildemente tratando de olvidar lo aprendido anteriormente para absorber sin prejuicios las nuevas teorías, la nueva enseñanza. Conservo todavía muchos amigos entre los compañeros de esa época.
En el año 50 nació mi maravilloso hijo Roberto.
¡Me parece que contra viento y marea conseguí ocuparme de los chicos y pintar!
Alpuy, al tiempo viajó al extranjero y quien tomó su lugar fue Augusto Torres. Augusto era un hombre adorable y de gran sensibilidad frente al cual yo me sentía muy tímida, muy pequeña, muy poca cosa. Fue un gran pintor a quien hizo sombra la figura gigantesca del padre, Don Joaquín Torres García. Augusto no resistió la tarea y le cedió el lugar a José Gurvich. Gran cambio. Gurvich tenía un temperamento diría casi explosivo; inspiraba más que enseñaba, corregía lo mínimo y transmitía las enseñanzas de la teoría de Torres de una manera muy sutil.
Ya en esa época se había incorporado al taller Eva Olivetti. Con Eva diariamente y diligentemente todas las mañanas salíamos en el auto a pintar. Nos instalábamos en cualquier lugar de la ciudad que en ese momento nos atraía y... pintábamos. Yo empezaba un cartón de unos 40 x 50 ó 50 x 60, lo hacía rápidamente como que fueran apuntes. Al haberlo terminado, como Eva todavía estaba trabajando, volvía al tema que ya había estudiado y hacía pequeños cuadritos de unos 15 x 15 que en realidad eran muchas veces mejores que el primer cuadro pintado. Fueron los que mi hermano, Mario, bautizó “minis”. Esos minis los expuse con otras obras en la Galería Trilce. Se vendieron a precio súper barato y la gente se peleaba por comprarlos.
Gurvich, aparte de dirigir el Taller Torres, también daba clases en su casa del Cerro y allí íbamos varios compañeros; por su puesto iba Eva Olivetti. Recuerdo a Lilian Lipschitz, Sara Capurro, Angelina de la Quintana, Gloria Franchi, etc. La casa de Gurvich era hermosa, llena de amor a la vida, llena de cuadros de diferentes tamaños y de pequeñas obras porque él era tremendamente creativo y en sus manos los objetos de común utilidad se transformaban en objetos de arte. Él transmitía con sus palabras, sus indicaciones, su ejemplo, algo indescriptible, la alegría, la fecundidad la felicidad del quehacer.
No recuerdo exactamente cuanto duró esta época de feliz creatividad, de mañana salir a la calle a sacar apuntes y a la tarde, varias veces por semana, ir al Cerro a lo de Gurvich. A veces yo llevaba alguna cosa rica para comer y como muchas veces Rafael estaba ocupado hasta tarde, se prolongaba la visita y seguíamos la charla disfrutando una especie de copetín.
Mi padre murió en el año 1955 y a los pocos meses murió mi abuela. Los dos habían sido pilares de mi existencia, sus muertes causaron un gran cambio en mi persona. Dejé de pintar. Creo que fue por cuatro años. Un buen día retomé los pinceles y salió una pintura muy distinta, como que yo hubiese madurado algo que estaba dentro de mí.
En el año 1971 realicé mi primera muestra individual. Fue en la Gallería Moretti. La pintura era casi toda muy blanca. Cuando le mostré los cuadros a Augusto, él me dijo: “Algún día esta serie la llamarán tu época blanca”. Desde ese momento he realizado una gran cantidad de muestras, en general presentando siempre obra nueva. Había empezado a pintar en series, o sea, presentaba una nueva serie que en general estaba compuesta por unos 30 cuadros.
He pintado muchas series y he expuesto muchas series y sigo pintando series pero… también en la búsqueda han salido, en forma casi involuntaria, otras formas de expresión. Salí del caballete y pinté en paneles que forman un biombo, “El Gran Biombo”, una experiencia muy interesante para mí porque se prestaba a diferentes posibilidades plásticas.
También la serie “La cama” fue una forma nueva tratando de meterme en la tercera dimensión, ya que parte de la obra consistía en collage de tela que, aparte de estar pintada, participaba a la obra con sus propias sombras que por supuesto cambiaban según el momento, la luz y la dirección de la mirada del espectador.
De “El gran biombo” nació el Laberinto: el laberinto, grandísimo, todo negro, complicado con un significado entre plástico, filosófico, lúdico.
Los años han pasado, he tenido la dicha de ser abuela y ahora soy bisabuela!!!!
Y sigo pintando…
Linda Kohen